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Irse por las ramas del siglo XX: Notas sobre Yo, Norma Desmond

✎ por Luis López-Aliaga / agosto 2024

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Seguro ya existen estudios, probablemente realizados en alguna universidad gringa, que miden cómo ha impactado Google en las formas de lectura. No conozco esos estudios, pero el tema amerita una reflexión seria en torno a la modificación de la experiencia de la lectura a partir del acceso rápido a todo tipo de información que complementa lo que vamos leyendo, resolviendo en tiempo real las referencias, citas, palabras en otros idiomas y todo tipo de juego intertextual.

Por ejemplo, hoy es más fácil leer a Cristian Gómez (Santiago, Chile, 1971), más que en otros tiempos, no lejanos, cuando uno solía quedarse con la duda, postergarla o dejarla en el olvido. Digo que vengo leyendo a Gómez desde hace al menos treinta años y con Yo, Norma Desmond (Editorial Deriva 2024) es la primera vez que lo hago, sin culpa ni restricciones, con el buscador de la web a mano. Y llegado al final de la aventura, me atrevo a concluir que Google se inventó para leer a Cristián Gómez. Su enciclopedismo desatado, el juego intertextual continuo, los cruces de información inesperada, se abren a súbitas dimensiones de sentido gracias a Larry Page y Serguéi Brin, quienes fundaron Google en 1997: ¡alabado sea Google!

Por ejemplo, googleé una frase en alemán (“Verweile doch, du bist so schön”) que es el título de un poema de la segunda parte del libro, y resultó ser un fragmento del Fausto de Goethe que se traduce como "¡Quédate un rato! ¡Eres tan hermoso!" y que, de paso, me enteré que también está citado por Boris Becker en el prólogo de su autobiografía.

Aunque todo comenzó una tarde en que estaba leyendo la antología de Malú Urriola, La música de la fiebre (Lumen, 2024), y me llegó el libro de Gómez, a modo de un PDF, dentro de un mensaje de Whatsaap que me invitaba a presentarlo. Entonces, una primera y predecible conexión, previa a Google, me llevó a un poema de Malú en el que, en plena pandemia, convoca a Paul Desmond, ese jazzista del siglo XX, muerto víctima de sus adicciones, y que en el poema acompaña melódicamente un mundo que desaparece. Pero no, era solo un alcance de apellidos, el texto de Gómez no va por ahí, o quizás sí, también va por ahí, aunque yo, me confieso ignorante, no supiera quién era Norma Desmond. Lo googleé, claro, para enterarme de que se trata de un personaje de ficción interpretado por Gloria Swanson, en la película Sunset Boulevard o El crepúsculo de los dioses; más adelante hay un poema que se refiere a otra actriz norteamericana del siglo XX caída en desgracia (“¿Quién mató a Jean Seberg?”), su muerte como un misterio de relevancia insospechada, algo así como un efecto mariposa que llega hasta el poema.

Así funciona un poco el mecanismo poético que propone Gómez, la irrupción constante de hipervínculos que, como pistas reveladoras, suponen la clave para abrir una puerta que, en realidad, no existe. Aquí se abre también hacia un libro de la poeta Greta Montero, Un día quemaré sus castillos (Overol, 2022), donde estrellas cinematográficas muertas adquieren una voz epistolar que las trae de regreso al siglo XXI: Loretta Young, Clark Gable, Mickey Roone, Ava Gardner, Franck Sinatra, Vivian Leigh. “Estrellas muertas que siguen dando luz”, dice un verso de Gómez que ilumina bastante ese espacio referencial, aunque sus referencias explotan y se disgregan hacia muchos otros imaginarios, no solo aquí, en este libro, sino también en los anteriores.

No sé si son todos, pero los que tengo a mano, sobre mi escritorio, suman 16. De algunos, no sé bien por qué, tengo más de un ejemplar (Alfabeto para nadie, 2008) de otros tengo ediciones distintas del mismo libro (Libro rojo, 2019 y 2023), publicados en distintos países (Chile, México, España), antologías que reúnen, bajo un nuevo título poemas de muchos otros libros y épocas (Derechos del yo; La casa de Trotsky) y plaquettes que se desprenden de un libro mayor o lo prometen (Como en los límites del mar un rostro de arena; Inessa Armand).

Si ahora es Norma Desmond, antes fue Inessa Armand, la rebelde líder de la Revolución Rusa, otro vestigio del siglo XX, o Trotsky o Chester Kallman, o los cronistas de la conquista, en un texto de iniciación, de principio de los noventa, en lo que fue una suerte de ensayo general de lo que vendría: Cristián Gómez como poeta y yo como editor. Ese librito o plaquette (el primero de todos) se llama Corazón de crónicas (1993)y abre con un poema llamado “Confesionario” que, a su vez, comienza así:

“Y yo, Cristóbal Colón, habiendo salido a buscar riquezas…”

Es interesante constatar la continuidad de este recurso de asumir el yo de un personaje histórico o ficcional para relatar o, más bien, enmascarar la propia travesía vital del hablante, como una clave intertextual que se aplaza al infinito y se va siempre por las ramas.

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Hay una suerte de estética del “irse por las ramas” en la escritura de Cristián Gómez, una lógica del merodeo o la asociación libre consistente en el tiempo, como si todo lo escrito fuera un solo gran poema, un discurso que va mutando, afirmando y contradiciéndose, una perífrasis infinita que teje y desteje los versos hasta que de pronto, en ese tanteo de temas y referencias, aparece la imagen, el recuerdo o la contundencia de una idea inesperada.

Es “una forma que se persigue a sí misma”, o como dice el epígrafe de Fran Rivera de una de las secciones:

“Descolgar un enunciado

y otro del anterior

armando una pila

es tejer poesía”

Palimpsesto, muñecas rusas, todo muy en la dinámica de Google, formas de ocultar y postergar una verdad que no existe nunca de manera evidente, desnuda. “La métrica no se nota a simple vista. Tampoco la angustia”, se lee en “Este poema no se llama así”. Camuflaje, enmascaramiento, como el discurso de Allende en la mañana del 11 de septiembre de 1973, que en uno de los poemas está flanqueado por palabras que no dicen nada o dicen otra cosa, pero que termina apareciendo, imponiéndose, como si esa fuera la única forma de decir lo que importa y perdura.

En ese recorrido divagatorio, Gómez esparce pequeños artefactos lingüísticos que articulan una posible trama, al modo de los macguffins hitchcockianos, y que van apareciendo y desapareciendo para enriquecer y complejizar el sentido. IEDs es la abreviatura de Improvised Explosive Device y también el título de un poema de la tercera parte: artefactos que pueden estallar en cualquier momento y calle de los Estados Unidos o de cualquiera de sus colonias y modificar el rumbo de la historia y del libro.

“Pedazos del muro de Berlín” es uno de esos macguffins que aquí y allá aparecen como residuos o escombros más o menos luminosos del siglo XX, el gran paraguas temático de este libro —quizás sí de toda la obra de Gómez, de la que estoy lejos de ser un experto, pero que celebro como si fuera parte de ella—; las guerras y guerrillas del siglo XX como una gran trama que no termina de resolverse y que, como en una película terror, revive muertos y los pone a caminar en el presente; la condena de repetir la historia, primero como tragedia y después como comedia, según constataba Marx, pero también a la inversa, personajes que quisimos ver como de comedia reaparecen hoy a modo de tragedia, en un deja vu siniestro que para el hablante se vuelve estrategia poética. Una ola restauradora que en Chile quiere traer de regreso la cultura del binominalismo noventero, con los mismos mecanismo y personajes reciclados u otros que vienen a cumplir roles semejantes, para decirnos en la cara que “aquí no ha pasado nada”, que el poder y el buen gusto lo seguirán administrando ellos, lo que saben. Dicho sea de paso, a Gómez se le incluye (y se le excluye, también) dentro de la generación de poetas de los 90, con la que, de igual modo, en este poemario parece querer ajustar algunas cuentas.

Pero volvamos a Norma Desmond, que es lo que aquí nos reúne, el personaje de aquella película estrenada en 1950. ¿Cuál es el mensaje al interior de esa botella? ¿Cuál es la clave? ¿Hay algo que descifrar realmente? Por lo pronto, su historia supone un cambio de época, el quiebre estético y cultural que marca el paso del cine mudo al cine sonoro, con Norma Desmond, el yo de este poemario, que no logra adaptarse, atrapada a formas de representación que ya no se entienden.

Desde ahí, cada “pedazo del muro de Berlín” entrama la formación sentimental del hablante, que salta del Elí, Elí, ¿lama sabactani (“señor, señor, por qué me has abandonado”) al “¿Qué hacer?” leninista, y del Libro de buen amor a la Facultad de Letras de la Universidad de Chile. Es el meollo de una travesía vital ocurrida en el siglo XX, en la que se busca las explicaciones del presente de cincuentón en los Estados Unidos, en el Medio Oeste, donde para ir a comprar un café en la mañana tiene que manejar dos kilómetros, ya que no existen las veredas y no se puede ir caminando.

Porque antes hubo un cerro cerca de Lampa, en 1981, hubo un patio de colegio de clase media, un hermano del que le cuesta acordarse, un padre demasiado presente y una madre que sigue siendo joven en el poema. Quizás ahí, en alguna parte, esté la clave para entender su experiencia larga en el centro del capitalismo distópico —valga la redundancia—, donde los ejércitos de desempleados caminan como zombis por centros comerciales desérticos y los niños cargan pistolas, la gente vive bajo los puentes de Chicago y los oficinistas reniegan de su condición de clase, mientras ojivas nucleares atraviesan el cielo de la tarde, en un tiempo donde “está prohibido escribir poemas”.

“Oficio de seguir” es otro de los artefactos lingüísticos que se instalan a modo de macguffin y que, en este caso, refiere a Pavese, otro poeta del siglo XX. Aparece a modo de título de la primera parte y se retoma luego en un verso y otro, siempre en la búsqueda continua de la idea súbita, el recuerdo o la imagen cierta. Y algo relevante parece moldearse aquí, un enigma que quiere develarse a la luz de los 16 libros del autor que tengo ahora sobre mi escritorio, una definición vital y política en torno a la escritura, la forma y el fondo de un viaje que atraviesa dos siglos. “El oficio de seguir”, se dice en un poema, “consiste en abrir la puerta del dormitorio como si fueran las de un palacio a punto de caer en las manos del enemigo”.

Es la persistencia en un quehacer y la respuesta política al qué hacer, como resistencia también a las insidias de un tiempo que el hablante intenta explicar(se). Hay un poema —que es, de paso, un recado a Germán Carrasco—, que bien puede servir para terminar este texto que se me fue un poco de las manos de la divagación y la asociación libre, y que no está en este poemario, sino en Inessa Armand, lo que da un poco lo mismo, dado que, como he intentado decir, todo es parte de un solo gran aliento poético que justifica una vida:

“Esquivaré lo que sea con tal de no llegar a ninguna parte, con el fin de qué otra cosa sino vagar por los extremeños límites de mi querido metro cuadrado, con la vista puesta en nada, como única meta imprescindible seguir perdido en medio del camino de mi vida, en el medio desta selva gracias a dios oscura”

por Luis López-Aliaga, agosto 2024

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